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domingo, 18 de agosto de 2019

El mito educativo de no leer

Cuando conocí a George, me pareció un niño algo inquieto, conversador y muy llamado a causar algo de desorden en el aula. Sus doce años y su, casi, metro setenta hacían que nunca pasara desapercibido. Siempre tenía algo que aportar en clase. Su estilo de decir las cosas tan característico silenciaba a los demás. Sus ratos libres, según contaba, se las pasaba en la computadora. Sus juegos y el Youtube, donde investigaba todo lo que, como reto, le proporcionaba su curiosidad, le consumían el tiempo que podría dedicar a ser más sociable. Él se sentía orgulloso de todo esto. Aunque, algunas veces, comentaba que a su mamá no le hacía mucha gracia. Una vez me mencionó que estuvo yendo a terapia para que pueda cambiar esos hábitos tan curiosos. A él no parecía afectarle que tendría que cambiar de vida, pero trataba de no entregar su mundo tan fácilmente.
Una mañana de marzo de 2017 ingresé al salón de clases con cierta desconfianza. Siempre que ingreso a un grupo nuevo no puedo evitar sentir esto. Me paré en el medio del salón y les conté algunas cosas que quería que hiciéramos: redactar algunos textos, realizar algunas entrevistas, escenificar algunas historias, en fin. Lo de siempre. Mucho me miraban con cierta gracia; otros, con desconfianza. La idea era decirles, al final, que, también, leeríamos algunos libros de literatura, juvenil, ¡claro! Todos, esta vez fue informe, me miraron como si les estuviera diciendo que a final de periodo, los guillotinaría sin excepción. Fue entonces cuando nuestro simpático amigo, se puso de pie y, muy histriónico, dijo que eso estaba fuera de las posibilidades del grupo. Lo miré sorprendido. Luego, se sentó y los demás me miraron condescendiente.

Haley, era muy niño cuando le pidió a su papá, Rick, que le contara historias para poder dormir. Como su padre era profesor Mitología Griega, no tuvo mejor idea que utilizar sus temas para satisfacer la curiosidad de su hijo. El problema es que en cierto momento se le acabó el suministro griego, entonces, su hijo le dijo que inventara algo. Así es como surge Percy Jackson. Claro, como fue idea de Haley, Rick quiso que tuviera alguna de sus características. Entonces, nuestro héroe sufriría de dislexia y TDEA. En la actualidad, lo que se originó como una anécdota, lleva vendido mas de 45 millones de ejemplares en más de 32 países (sin contar los piratas).

Mi idea, al escucharlos, algo renuentes, era que ingresaran al mundo de la literatura por la puerta más sencilla: Percy Jackson y el ladrón del rayo. Este libro, según me habían contado (porque tampoco lo había leído), permite al no lector, descubrir que la lectura es un mundo en el cual podemos ingresar y salir ilesos, salir mejores. Cuando podemos hacer que nuestros alumnos lean y no se aburran, podemos asegurarle a la sociedad que está más cerca el día en que seamos justos, empáticos y proactivos.
Igual era un experimento. Les comenté que leeríamos un libro de aventuras fantásticas, en las que un niño, hijo de un dios griego, busca descubrir a quien haya robado un arma muy poderosa que puede causar la desaparición de todo el mundo. También les dije que todo eso sucedía en un mundo actual. Eso permitió despertar algo de curiosidad. En la primera semana, solo algunos habían leído lo que se encomendó. Empecé a trabajar con ellos. Los pocos responsables hablaron del libro con tal entusiasmo que los incrédulos, poco a poco, fueron involucrándose. A partir de lo que íbamos leyendo, decidieron hacer algunas infografías de los personajes, una mesa redonda sobre la posibilidad de la existencia de héroes griegos entre nosotros, representaciones teatrales por equipos de la parte que más les gustó; en fin, sinnúmero de actividades que a mí me iban sorprendiendo a medida que iban sucediéndose.
Cuando concluimos el primer libro, pasamos a otro autor. Algunos se quedaron desilusionados por no concluir la saga. Les comenté que la idea era conocer una variada cantidad de autores para poder ampliar nuestro horizonte. Pero que si ellos deseaban continuar la saga por su cuenta, no había problemas.
Los meses se pasaron rápidamente, aunque, a medida que se acercaba el final del periodo, a mí me entusiasmaba la idea de evaluar los resultados finales de los libros leídos durante el año. Finalmente ese día llegó. Entre risas y bromas charlábamos de ese primer encuentro que tuvimos aquel lejano día de marzo. Me confesaron que les parecí algo rígido. Les dije la verdad. No podían creer que un profesor se sintiera así con un grupo. Hablamos de los libros leídos, de las actividades hachas, de las notas alcanzadas. En medio de todo ese barullo, George, inmenso, se puso de pie. Todos nos quedamos mirándolo. De manera histriónica, empezó a comentar su año académico. Empezó por su problema con lo de prestar atención más de 5 minutos. Luego pasó a su alejamiento de los videojuegos, para concluir, mencionó la Percy Jackson. Dijo que se había leído toda la saga. Cuando mencionó esto, me quedé mirándolo. Sus palabras me indicaron que la lejanía al hábito lector es porque no sabemos orientar a las personas de la manera adecuada. Y si no sabemos motivarlo es por que nosotros mismos no leemos nada.