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jueves, 2 de julio de 2020

JOKER --> Película 2019

Video viral del Joker: Revelan detrás de cámaras del famoso baile ...La película Joker, llamada Guasón en esta parte del mundo, relata la vida de Arthur Fleck, un hombre fracasado de unos cincuenta años, cuya máxima aspiración es convertirse en un comediante. Él siente que su misión en esta vida es hacer reír a las personas. Ironías de la vida, su presencia, hasta ese momento, solo inspira lástima y repulsión.
Asistimos a la  película  para ver la construcción de un personaje siniestro, un personaje que en un principio tiene como objetivo, una noble misión. Él es soltero, vive en casa con su madre a quien ama con todo el corazón y a quien cuida para que no le falte nada. Trabaja en una empresa en la que tiene que ganarse la vida como payaso en diversos eventos. Su jefe es un hombre con poca empatía y mucha exigencia. También sufre de una enfermedad que le hace difícil socializar pues cada vez que tiene un asalto de ansiedad, le dan explosivos ataques de estentórea risa que más parece un rugido de lamento y desesperación; ante esto, la gente lo rechaza. Su perfil bajo hace que vea al mundo desde su timidez y su desesperanza. Admira la figura de  Murray Franklin, un veterano de los programas de entrevistas, y esto lo lleva a tomarlo como modelo del padre ausente que tiene. Para cerrar la descripción, diremos que por la enfermedad que tiene, debe medicarse constantemente, la asistencia social del estado le permite hacerlo con regularidad, pero ante un recorte de presupuesto, la asistencia desaparece. Siempre pasa así en la vida real. ¡En fin!
En la película, podemos ver el giro lento que da el personaje, que va desde su fracaso total hasta erigirse en una apoteosis que lo transforma en una especie de dios maligno en el que se complacen miles de personas que, como él, no tienen voz ni esperanza. 
Para la construcción de un ser humano, en cualquiera de sus órdenes, hace falta que la sociedad, la familia, los amigos, jefes, subordinados, homólogos: todos, confluyan de cierta manera para que, guiado por el yo interior del protagonista, se construya un ser humano. Los elementos periféricos, llámese realidad, que rodean a Arthur Fleck, tomaron su esencia débil, derrotada y maleable, para que a partir de un hecho común: unos chicos abusivos trataban de aprovecharse de una señorita en el metro. Él es el único testigo de ese acto. Ante la escena, entra en pánico y le viene su ataque de risa macabra. Los maleantes tratan de darle una lección, pero, él -las casualidades están donde uno menos lo espera- posee un revólver que usa para matar a los tres hombres. Al primero, con miedo y dudas, al segundo con furia y al tercero con placer. Su acto de liberación había llegado y se lo proporciona la sociedad perversa que se debería encargar de cuidarlo y educarlo. Luego, las circunstancias (como dice Coelho) confluyen para que su deshumanización sea mayor. Se entera de que su padre es Thomas Wayne, quien trató de ocultar su existencia. Esto ahonda su destrucción pues, cuando le reclama por todo, descubre que su madre no solo fue cruel con él, sino que permitió que lo torturen de niño. Esto casi cierra el ciclo de su deterioro interior, pero faltaba algo. Murray Thomas, su ídolo, al que consideraba como al padre que nunca tuvo lo invita a su programa para burlarse de él. Esta fue la gota que derramó el vaso. Arthur Fleck asiste vestido como Guasón. Seguro de sí mismo. Dueño del mundo. Pasa siempre. Cuando alguien descubre cuál es su rol en este mundo y se sabe bueno para ello, manifiesta en su persona un aire de suficiencia tal, que toda su persona le dice al mundo que es bueno para algo. Así, Arthur Fleck, hombre fracasado y triste antes, ingresa ahora soberbio y dueño del mundo al estudio de Murray Franklin. Es ahí donde exhortará al mundo en un llamado a la reflexión sobre lo que estamos haciendo con las personas desde todos lados. ¡Qué estamos haciendo con nuestros hijos, con nuestros alumnos, con nuestros empleados, jefes, amigos, vecinos padres, madres, hermanos...! Somos una sociedad pervertida que solo se destruye a sí misma esperando que lo demás hagan algo.
Pero, dentro de toda esta vorágine de miseria, surge una luz de esperanza. En la escena en la que Arthur Fleck mata a su compañero Randall, quien le entregó el arma de fuego para que pueda defenderse de malas personas, deja libre a Gaggy, el enano compañero de trabajo, con el argumento de que él fue el único que mostró respeto por su persona. Esto, sin duda, ha pasado desapercibido siendo trascendental. Un hombre, camino hacia la autodestrucción más salvaje, tiene reparos solo en una persona, ni su madre se salvó de su dolor y su odio, solo un enano sumiso que lo trató con respeto y que nunca se burló de él. Esto constituye una crítica muy honda de la película a todos nosotros. Un llamado a nuestra reflexión como sociedad que no se está considerando.
En la actualidad, miles de Arthur Fleck viven escondidos en todo el mundo esperando la apoteosis que los transformará en Jokers, mientras que los demás, cada día, tenemos la oportunidad de cortar esta cadena con un sencillo pero monumental gesto de suprema amabilidad.

viernes, 29 de mayo de 2020

INTERIOR 'L'

El escritor Julio Ramón Ribeyro bajo el lente de Alicia Benavides

El colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y de pelusas atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la mano.

—¡Paulina, el té! —exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada sobre un cajón, escribía en un cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado.

Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara un cerro de lana sucia para rehacer los colchones de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la esquina, comió su cebiche y su plato de frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había agotado tanto. Antes del atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamente preocupado y descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.

—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal—. Está bien caliente. —Y regresó al cajón donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después.

—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —Recordó que argumentaba ante el dueño del callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella había un tísico.

—¿Y esa tos?, ¿y ese color?

—¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará.

No hubo de esperar mucho tiempo. A la semana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre.

—Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento.

—Paulina, ¿me sirves otro poco?

Paulina se volvió. Era una cholita de quince años, baja para su edad, redonda, prieta, con los ojos rasgados y vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su madre, la cual era más bien delgada como un palo de tejer.

—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro en el suelo para extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan sólo escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el techo de madera hasta descubrir un tragaluz donde faltaba un vidrio. «Sería necesario comprar uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó que este recuerdo no le produjera tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!

—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?

Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.

—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.

—¿Allende? —Se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el profesor de Paulina en la avenida. Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los estudios de su hija. El profesor quedó mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y apuntándole con el índice le hizo una revelación enorme:

—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?

Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa. Eran las tres de la tarde, hora eminentemente escolar. Lo primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar, a Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.

—¿Qué haces aquí?

Ella despertó sobresaltada.

—¿No has ido al colegio?

Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su vientre impúdicamente al aire. Él, entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.

—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —Y a pesar de la resistencia que le ofreció logró descubrirla.

—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos veces a mi mujer!

—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala.

—No, Allende —replicó Paulina sin volverse.

El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el pecho.

—Sí, Allende —repitió—. Domingo Allende.

Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro de obras de una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para patear una pelota y para darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.

—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.

—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una toalla y…

—¡Sí, claro, de él! ¿Y por qué no me lo dijiste?

—¡Tenía vergüenza!

Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya. Había pregonado a voz en cuello su desgracia por todo el callejón, confiando en que la solidaridad de los vecinos le trajera algún consuelo.

—Vaya usted donde el comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.

—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan.

Y su compadre, que trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.

—Yo que tú… ¡zas! —Y describió una expresiva parábola con su herramienta.

Esta última actitud le pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado solamente de coraje se dirigió a la construcción donde trabajaba Domingo.

Todavía recordaba la maciza figura de Domingo asomando desde un alto andamio.

—¿Quién me busca?

—Aquí un señor pregunta por ti.

Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las manos manchadas de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un gorro de papel. No sólo decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una lógica —que provenía más de los músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de todo.

—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte nomás en el callejón. Me citó para su cuarto. «Mi papá no está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!…

Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el vientre de Paulina, cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez, vieja mujer obesa a quien cada cierto tiempo rehacía el colchón.

—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es abogado. Pregúntele a él.

Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo sentar a un extremo de la mesa y le invitó un café.

—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel. Yo me encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico.

—Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio roto, por el cual asomaba una estrella.

—No sé —replicó ella, distraídamente.

Él sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus diarios vagares por el Palacio de Justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante los porteros. ¡Qué asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo aterró.

—Voy a pensarlo —dijo al abogado.

Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el zambo Allende, un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se atrevió a amenazarlo.

—¡Te vas a fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores! ¡Ya verás!

Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó mirándolo perplejo. Al percatarse de esta reacción, él arremetió.

—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege.

Domingo pagó su cerveza y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se olvidó de recoger su vuelto.

—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.

Paulina se volvió.

—¿Cuál?

—La noche de Domingo y del ingeniero.

—Ah, sí.

—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho calor.

Paulina se levantó, metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación.

El mismo sábado del encuentro en la taberna, hacia el atardecer, Domingo apareció con el ingeniero. Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se asombró mucho de la expresión de sus visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.

—Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió disparada.

Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo. El ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó que mientras estuvo hablando, él no cesó de mirarle estúpidamente los dos puños blancos de su camisa donde relucían gemelos de oro.

—El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la habitación con cierto involuntario fruncimiento de nariz—. Estará usted peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y mientras tanto la chica puede necesitar algo. De modo que lo mejor es que usted acepte esto… —Y se llevó la mano a la cartera.

Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces. Algunas frases sueltas repicaron en sus oídos. «¿Cómo cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su dinero!», «¡… el juez se entenderá con ustedes!». ¿Para qué tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?

—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda el dinero, pero no meta al juez en el asunto.

Paulina entró con la cerveza.

—Destápala —ordenó él.

Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirles al ingeniero y a su violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».

—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.

Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.

Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero sobre la mesa, ahora desolada, había un alto de billetes.

—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.

Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al tragaluz. Después adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un perrito.

—Paulina, ¿te acuerdas de Bobi? ¡El pobre!

Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal fue destrozado de un pelotazo. Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de fortuna. ¡El recuerdo!

—¡Qué días esos, Paulina!

Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga encontraba el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo, en febriles sorbos, todas las experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de anécdotas, se hizo amable y llevadera.

—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro caldito? —Y juntos se iban a la chingana de don Eduardo.

—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —Recordaba un vasto escenario verde lleno de chinos, de boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.

—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?…

—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede entrar la lluvia en el invierno.

Paulina observó el tragaluz.

—Está bien así —replicó—. Hace fresco.

—¡Hay que pensar en el futuro!

Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo: «¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por La Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que podía dar a luz de un momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado del gasfitero, encontró su habitación llena de gente: Paulina había abortado. En un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde como un limón.

—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la comadrona y de recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.

Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de sueño.

—¡Habrá que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y como Paulina no contestara insistió—: ¡Qué bien nos sirvió el de la vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?

Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.

—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las rodillas en tierra y comenzó a ordenar los carbones.

—¿Cuánto costaría? —Pensó él—. Tal vez un día de trabajo. —Y observó las anchas caderas de su hija. Muchos días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso. Los restos de su pequeño capital se fueron en remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los grandes paquetes de medicinas él no dejaba de inquietarse por el tamaño de la cuenta.

—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno.

El día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo.

Hubo, entonces, de coger su vara de membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pita y reiniciar su trabajo con aquellas manos que el descanso había entorpecido.

—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras sacudía la lana.

—Sí, he engordado un poco.

Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y que algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera repetirse… ¿era imposible acaso?

Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo agradables invadieron la pieza. El colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De pronto una especie de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde del catre:

—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado… necesito reposar… ¿por qué no buscas otra vez a Domingo? Mañana no estaré por la tarde.

Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el calor de los carbones y lo miró un instante con fijeza. Luego regresó la vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente:

—Lo pensaré.

Madrid, 1953

© Julio Ramón Ribeyro: Interior «L». En: Los gallinazos sin plumas, 1955.

jueves, 20 de febrero de 2020

Stephen Hawking y su viaje a las estrellas

Resultado de imagen para stephen hawking gravedad ceroEra 1963 cuando Stephen William Hawking se enteró que tenía esclerosis lateral amiotrófica. Tenía 21 años y los médicos le dijeron que el promedio de vida para personas con esa enfermedad era de 2. Él, que empezaba a destacar en el mundo académico de Inglaterra recibió la noticia como una puñalada. Sin embargo, curiosamente, estableció un récord que difícilmente podrá ser superado. Sobrevivió 55 años a ese pronóstico. Se casó dos veces y tuvo tres hijos. Mencionar, también, los innumerables premios y reconocimientos que recibió en todo el mundo, es una tarea ardua. Los neurólogos no se explican cómo pudo hacer todo lo que hizo. Si existiera Dios, podríamos decir que fue un milagro.
En el 2014 se estrenó una película (La teoría del todo, dirigida por James Marsh), la cual trata de recrear su vida, pero poniendo en relieve la de su primera esposa Jane Wilde, quien, según la película, fue una mujer que se embarcó con él un 1965 en la tarea de formar un hogar que duraría 30 años. Aquí se refleja su lucha conjunta contra la enfermedad, el poder de sacar adelante a su familia a pesar de las limitaciones. Jane, en cierto momento, se enfrenta a decisiones que indicarán al televidente el tipo de templanza que posee. Ella lucha contra su deseo de tener un hogar normal. Luego contra la decisión de permitir que Hawking deje de existir ante múltiples complicaciones por su enfermedad. Sabe salir airosa de todo. Pero jamás imaginaría que su relación se resquebrajaría desde dentro. La película, más que retratar la vida del científico, es un homenaje a lo que ella hizo por él. La actuación de Eddie Redmayne (Stephen Hawking) fue categórica y la Academia de las Artes de Hollywood no tuvo otra alternativa que caer a sus pies y entregarle el galardón a mejor actor.
Ese mismo año veía la luz el documental Stephen Hawking. Vida de un genio, toda su historia dirigida por Stephen Finnigan y escrita por el mismo Hawking. Este material, de corte biográfico es narrado por el mismo científico, quien nos va contando su vida de una manera anécdótica y emotiva. Sus miedos, sus frustraciones, sus alegrías son retratados aquí por un Hawking locuaz y bromista. Una mención aparte merece la música pues esta se encarga de crear los ambientes necesarios para que la historia tenga todos los atributos emocionales necesarios para enganchar de principio a fin.
Stephen se había tranformado en una celebridad gracias a su genialidad y a su deseo de acercarse a las personas. En alguna entrevista dijo que sentía que estaba jugando tiempo extra desde 1963. Tal vez, por eso, no dejó de intentar ser feliz en cada momento.
El tres de septiembre de 1992, el mundo quedaba sorprendido ante la inauguración de los Juegos Paraolímpicos en Barcelona. La gestión de dicho evento estaba a cargo de Gloria Rognoni, quien no se dio por vencida y logró, pese a mil adversidades, grabar algunas palabras del científico para que sea transmitido durante la ceremonia inaugural. El mensaje fue claro: "...podemos tener el cuerpo mermado, pero nuestro espíritu está intacto". Con esto, él cruzaba los límites de la ciencia y se tranformaba en un referente de lucha frente a la adversidad. Desde su silla y su inamovilidad le decía al mundo que no había nada imposible, que todo se puede alcanzar.
El 28 de junio del 2008 es una fecha que quedó grabado en muchas personas. Esa fecha, Stephen Hawking se subía a un transbordador espacial para experimentar la gravedad cero. El hombre que había dedicado su vida y su esfuerzo a estudiar las estrellas daba un paso importante para acercarse a ellas. Las imágenes recorrieron el mundo. Verlo con una deforme mueca que simulaba una amplia sonrisa abría las esperanzas a todos los que creen que existen límites para los sueños. 

lunes, 27 de enero de 2020

Vida de Nina Simone (Documental Netflix)


Resultado de imagen para documental nina simone netflixEsta semana pude ver en Netflix un documental muy interesante, What Happened, Miss Simone?, la vida de Eunice Kathleen Wayman, conocida como La sacerdotisa del soul. De vez en cuando puedo acertar con lo que veo. Esto, sin duda, fue el premio mayor, pues me permitió saber que hubo un tiempo en que vivió una mujer que supo ponerle cara a la adversidad. Optaría, posteriormente, por el nombre de Nina Simone. Nina porque, hubo un novecito hispano que la llamaba ‘niña’, pero ella, angloparlante, sustituía la /ñ/ por la /n/, así quedó Nina. Simone fue más sencillo, pues se  trataba de tomar el nombre de Simone Signoret, la actriz francesa que era una artista muy admirada por Kathleen.
Nina Simone nació el 21 de febrero de 1933, en Tryon, Carolina del Norte, USA. Su muerte se produjo en Boca del Ródano, Francia, el año 2003. Su piel completamente negra, sus labios extremadamente gruesos y sus ojos saltones, hacían prever que su infancia, o mejor, su vida no sería sencilla. Carolina del Norte está ubicada al sur de USA, un estado que no se caracteriza precisamente por su tolerancia racial a través de la historia. Uno de los primeros encuentros con esta realidad, del que se tiene constancia, le sucedió a los doce años, cuando se alistaba para dar un recital en una biblioteca. Sus padres habían sido obligados a colocarse en la parte final de la sala. Ella, muy decidida, exigió que lo hicieran adelante o no tocaría el piano. Su deseo fue concedido.
Cuando eres un niño, y tienes que enfrentar adversidades, tales como ese racismo que hace a la humanidad inhumana, o padres, emocionalmente distantes que reflejan la carencia que tuvieron; no queda otra que asumir con determinación cada acto de tu vida. Así fue ella, obligada a crecer en medio de una sociedad que alimentaba la fortaleza con la que debía enfrentarla, pero dejando a su paso un reguero de dolor y frustración.
Desde muy niña dominaba el piano. Sus padres que eran predicadores, siempre la llevaban a la iglesia, ella, se sentaba al piano y los deleitaba a los asistentes con su música. Un día, las casualidades deben tomarte listo, llegó a observarla, tal vez por el azar o porque alguien se lo comentó, una maestra de piano clásico, la señora Muriel Mazzanovich. Estuvo bajo su cargo casi toda su infancia y parte de su adolescencia. Una máxima que regía en la vida de Nina Simone, según lo comenta fue la disciplina. Diría una vez que “el talento es una carga no una felicidad”. Esto, tal vez, porque nada se consigue si primero no le dedicas tu vida. Sirve para un hogar, un amor o un talento, pese a las adversidades que nos toca vivir.
Todos nos enfrentamos a una experiencia que nos permitirá marcar el rumbo de nuestras vidas. Saber si somos capaces de enfrentarlas o darnos por vencidos. Talento. Desarrollarlo y mostrarlo o, la mayoría opta por esto, irse con él a la tumba fría. Ella se encontró con este dilema cuando su familia se tuvo que ir a Filadelfia, al norte de Estados Unidos. Su deseo era continuar con sus estudios de piano clásico en el Instituto de Música Curtis, un referente en el país. El dinero escaseaba. Empezó a trabajar como pianista en un bar de Atlantic City para poder cumplir su sueño. El día de la audición, el jurado la observó. Ella tenía un talento enorme. No ingresó. Luego se enteraría de que la rechazaron por el color de su piel. Quedó destrozada. Cuando se repuso, se dio cuenta de algo: nadie sería capaz de interponerse entre ella y  sus deseos. Al final de su vida, el instituto le otorgó un diploma honorífico tratando de resarcir este desliz. Ella lo aceptó.
El talento no se nos lega para triunfar. Ella lo descubriría luego. En este ruin y penoso mundo, somos una pieza importante que puede hacer que todo gire de modo más armonioso. Durante la década del 60, en un Estados Unidos violento y racista, algunos desconocidos mataron a Megdar Evers, un activista por los derechos civiles. Este fue otro punto de inflexión en su vida. También, a ello, se le sumó el ataque terrorista contra la Iglesia de Birmingham, en Alabama, producto de dicho acto, murieron 4 niñas negras. Nina no podía quedarse callada. Había llegado el momento de que su talento, su voz, llegue a gritarle al mundo lo que sucedía. ‘Mississippi Goddam’ (Maldito, Misisipi) fue el resultado de esa tragedia, pero más que eso fue el resultado de una vida que le tocó vivir. Se enfrascó en una lucha por los derechos civiles en la nación que representa la mayor democracia del mundo. Su canto era un grito de dolor desde las mismas entrañas del país. Nina tomaba la bandera de una lucha para la que se preparó durante años.
Lo que siguió en su vida fue un vaivén de ascensos y caídas que la convirtieron en alguien diferente. Sus luchas, sus amores, su talento: todo contribuyó para que el mundo conozca a una mujer que supo predicar, desde su dolor, desde sus deseos, desde sus anhelos no cumplidos, que tenemos que entregarnos con pasión a lo que amamos. Solo así nuestra presencia en este mundo estará justificada.

lunes, 20 de enero de 2020

La maestra de kinder (película 2018)

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La película La maestra de Kinder, dirigida por Sara Colangelo (2018), narra la vida de Lisa Spinelly, una profesora frustrada, quien lleva una vida sencilla y algo rutinaria. Todo cambia cuando descubre, por casualidad, que uno de sus alumnos, Jimmy Roy, a sus cortos cinco años, es un genio para la poesía. El largometraje fue estrenado en el Festival de Cine de Sundance, USA, el 19 de enero del 2018. Colangelo logró hacerse con el trofeo a la mejor dirección. La obra estuvo nominada como mejor drama. Lo curioso es que no es de corte original pues es un remake de una película homónima de origen franco israelí, dirigida por Nadav Lapid, estrenada en el 2014. Ambas son similares con una variante en la perspectiva del protagonista. En el trabajo de Lapid, se cuenta la historia desde la mirada del niño, en cambio desde la de Colangelo, se asume la postura de la profesora.
Lisa tiene un hogar en el que no siente que ha logrado que sus sueños se hayan hecho realidad. Su esposo no valora sus ideas: no la motiva a dar todo de sí. Sus hijos no desean esforzarse: viven conformistas. Asiste a un taller de poesía para relajarse y sentir que puede alcanzar sus sueños, pero los trabajos que presenta, si no son mediocres, no alcanzan el nivel de calidad que se desea para diferenciarse de los demás.
Muchos de nosotros, llevados por ansias de sentir que nuestra vida vale la pena, nos aferramos a una idea. Ser consciente de que no eres la persona que te gustaría ser, puede llevarte a la mayor frustración que puedas imaginar. Cuando esto pasa, buscamos aferrarnos a algo o a alguien que le dé sentido a nuestra vida. Ese elemento detonador en la vida de Lisa llega con Jimmy, un niño de cinco años, quien tiene un enorme talento para construir poemas. El problema se desarrolla porque, a pesar del deseo de Lisa, ni la familia ni las personas que rodean esto, desean ayudar para que Jimmy alcance su máximo potencial. La frustración en la maestra se hace mayor porque es el mismo padre quien le pone trabas. En la vida real pasa que ese problema lo desatamos con nuestros amigos o con nuestros hijos. Nos empecinamos en que las cosas deben ser a nuestra manera. Los límites que, naturalmente, deben marcarse, como los que ordenan la ética, son destruidos. Muchos de nosotros, quienes no hemos llegado a ser lo que deseamos, queremos vivir a través de nuestros hijos; corregimos, muchas veces, de mala manera, sus errores porque no siguen el camino que creemos que es el adecuado. ¿Es correcto esto? ¿Cómo sabemos que no estamos invadiendo la libertad que debe tener uno de tomar sus decisiones? O si no hacemos nada, ¿cómo saber que los objetivos que debería alcanzar, serán alcanzados? ¿Y si no corregimos los errores de los demás, y el talento se pierde para siempre como ha sucedido en tantas personas? ¿Cómo saber cuáles son los límites? ¿Cómo saber cuál cruzar? ¿Cuándo cruzarlos?
Una película como esta nos deja muchas preguntas. El dilema ético puede ser un ejercicio muy importante para la construcción de un ciudadano responsable y respetuoso. Tal vez por eso, Sara Colangelo decidió hacer un remake de una película solo cuatro años después de su estreno. Tal vez, cambiar la perspectiva del personaje central ayuda a comprender que un ser humano es un mundo lleno de conflictos que frente a una decisión, toma todo el contexto que posee para orientar los pasos que seguirá, a pesar de que no sean las decisiones más adecuadas.

domingo, 19 de enero de 2020

Elecciones que no cambiarán nada

Resultado de imagen para elecciones 2020Fue un lunes 30 de septiembre del 2019. El presidente Vizcarra nos comunicaba a los peruanos que el Congreso de la República sería cerrado. Casi todos celebrábamos a nuestros modo. Unos reíamos a carcajadas. Otros se abrazaban. Todos felices. De eso, han pasado más de tres meses. Hoy, nos encontramos a una semana de volver a las urnas. Nuestro deber cívico a unos, a otros la multa, nos regresa al simpático momento en el que los ciudadanos podemos elegir nuestros padres de la patria. ¡Tremenda carga que nos ponen en los hombros!
Para iniciar este artículo, quiero remitirme a una anécdota que me sucedió hace poco. Resulta que, no recuerdo el motivo, tuve que ir a la Biblioteca Municipal, el tiempo lo tenía medido, así que tomé una mototaxi. Cuando le indiqué al conductor el lugar, volteó y me quedó mirando. Su rostro me decía "¿Hay biblioteca en Barranca?". Le di algunas referencias para poder llegar. Mientras estábamos en ruta, conversamos un poco sobre la importancia de leer. Él me dijo que nunca había ido a ese lugar, ni de estudiante. Yo le dije que era triste saber que alguien acepte eso como algo que no tiene importancia. Él me argumentó que no le había ido mal en la vida. Bueno, ante eso, me puse a pensar si la lectura era un elemento necesario para que una sociedad progrese. No me refiero a lo económico. Me refiero a su espíritu, a su deseo de aportar como tal. Cuando llegamos a destino, supe que, tal vez, la lectura no sea el arma más importante, pero sí una de ellas. Me dijo, también, de que la sociedad esté como está (jodida), es por las autoridades que tiene. Le dije que nosotros los elegimos. Me dijo que da lo mismo. Todos son iguales. Esto último me pareció lo más acertado de la charla. Me bajé, le pagué y me fui. 
Hoy, a una semana de las elecciones, veo el panorama algo complicado. Cada día, aprecio en las redes que candidatos de todas las agrupaciones tienen serios cuestionamientos. Algunos poseen sentencias por maltrato, otros tiene denuncias por malversación, por pensiones, por colusión, en fin. Algunos no tienen denuncias, pero se sabe que cuando fueron autoridades, solo se dedicaron a saquear, de manera inhumana, las arcas del estado y, ahora, postulan como si nada hubieran hecho. Lo que me dijo el taxista, ha estado dando vueltas en mi cabeza desde entonces. 
Por eso, ¿si las listas de candidatos son, claro, otras personas, pero con los mismos antecendentes, qué podemos hacer ante ello?, ¿no elegir?, ¿votar en blanco? No. Creo que debemos hacerlo por quien creamos que es la mejor opción. ¿Podemos equivocarnos?, ¿puede resultar siendo un corrupto? Claro. Hay muchas posibilidades de que lo sea. 
Hace muchos años, en mi época universitaria, me contaron una historia en la que un niño deseaba curar el mundo. Su padre le dio un mapa del planeta seccionado y le dijo que lo arreglara. Él se fue a hacer sus cosas. pocos minutos después, el niño lo buscó para entregárselo listo. Había pasado que al reverso del mapa había la imagen de un hombre. El niño la utilizó como referencia para terminar su trabajo. ¿Qué quiero decir con todo esto? Fácil. La solución no está en saber elegir buenos candidatos. Eso es imposible. Con suerte, lograremos acertar en nuestro deseo en un 20 o 30 por ciento. Nada más. 
Mi hija de un año imita todo lo que hacemos. Eso es común dentro del proceso de aprendizaje de los seres humanos. Creo que de muchas especies. Si levantamos las manos y sonreímos a la vez, ella hace lo mismo. Si me como una cucharada de lentejas (que no me gusta), pero lo hago sobreexagerando de felicidad, ella también lo imita. Los niños se forman dentro de un hogar que le muestra, desde su más tierna infancia, los patrones de conducta con los que irá a la sociedad a contribuir con ella. Si le gritas, aprenderá a gritar. Si la ignoras, también lo hará. Si hablas mal de todos en su presencia, ella reflejará lo que haces. A mis alumnos les digo que ellos (todos nosotros) son embajadores de sus familias: a donde van, llevan lo que los padres les dieron. 
Las autoridades, antes de llegar a serlo, mucho antes, fueron niños en un hogar sin valores. Hoy, ellos son representantes dignos de la familia que los formó. A su vez, hacen lo mismo con sus descendientes. Así, esto se transforma en un círculo vicioso que, cual rueda terrorífica, nos lleva al despeñadero como nación. Una rueda cruel que se alimenta a sí misma y que arrasa todo a su paso.
¿Será eterno ese girar macabro? No. ¿Hay solución? Sí. ¿Esa sencilla?. No. ¿Entonces es difícil? No. Pienso que la solución pasa por el hogar. Cada persona que hace algo que no es correcto, por mínimo que sea, está perpetuando el hecho. Como padres, más que como profesores, tenemos la obligación de formar bien a nuestros hijos. Hacerlos personas de bien. Claro que la tarea no es sencilla. El primer paso, es reflexionar sobre lo que hacemos. Sea bueno o malo. En realidad es algo sencillo de practicar, pero tan difícil de hacerlo bien. Las personas van por el mundo reflexionando de manera simple. Sin construir un deseo de mejora a partir de ello: todo se acaba allí. Debemos pensar que solo hay una vida. Ella tiene pocos años. La forma en que vemos a nuestros hijos debe cambiar. Debemos mostrarles que cada uno es importante para ayudar a mejorar nuestra sociedad. Al margen de las autoridades, al margen de los vecinos malintencionados, de los colegas frustrados, al margen de toda la miseria  con la que convivimos día a día. Debemos hacerles saber que sí se puede hacer el cambio, que sí es importante lo que hagan o dejen de hacer. Que su paso por este mundo debe dejar una huella. La huella que hará de nuestro mundo un lugar mejor para vivir. Mientras tanto, demos darles buenos ejemplos.

viernes, 17 de enero de 2020

Rebelión en la granja de George Orwell




Resultado de imagen para rebelion en la granjaUn viernes 17 de agosto de 1945, en Londres, la editorial Harvill Secker, publicó el libro Animal Farm. En él, el escritor, Eric Arthur Blair, trató de caricaturizar a través de una fábula narrativa, el régimen socialista del dictador ruso Iósif Vissariónovich Dzhugashvili. Bueno, hasta aquí, todo parece totalmente desconocido, pero no es así. Simplificaré los nombres a su sencillo castellano. El dictador no es otro que José Stalin (más fácil, ¿no?). El escritor no es otro que George Orwell. Y su obra es la no menos conocida Rebelión en la granja. Orwell, quien naciera en el subcontinente indio, fue un militante de izquierda. Defendió el socialismo democrático al comprobar la forma de vida del obrero inglés y francés. Se opuso férreamente a los totalitarismos. Esto último, se refleja claramente en la obra en cuestión. Stalin, tras la muerte de Lenin (un personaje endiosado por el comunismo ruso), toma el poder y se transforma en un líder sanguinario y cruel. La obra, de manera fabulada, recrea todo lo que se vive en Rusia durante esa época. Los personajes que emplea, están construidos sobre la base de la historia que vive el país bajo su mandato. El cerdo Napoleón representa al dictador. Cada medida que toma, está reflejada en una metáfora de lo que hizo en realidad. Así, su traición a Trotsky, se manifiesta en lo que le hizo a Snowball. El caballo Boxer, el campesinado ruso, quien es exprimido hasta el  exterminio, incluso al punto del sacrificio.
Lo que, como mensaje, quiso dejar Orwell en su obra fue que los totalitarismos siempre van a ser negativos. Destruyen a las sociedades que lo albergan. En este caso, él toma el fascismo, pero pudo haber sido el nazismo, el comunismo, algún fundamentalismo islámico, en fin. Abraham Lincoln, el presidente estadounidense, dijo que si quieres conocer a un hombre, dale poder. Pues, en el caso de Stalin, se transformó ser capaz de, según dicen algunos cronistas, de matar a su propia mujer. No le tembló la mano para abusar de seres desvalidos. La escena (spoiler) en que el caballo Boxer (quien representa al campesinado ruso) cae extenuado por la vejez y el cansancio, es llevado a un matadero para que (esto lo inferimos) sea asesinado y sus restos sirvan de algún provecho habla por sí sola del alma de Napoleón –Stalin-. Este trato insensible hace notar que Rusia sufrió cosas espantosas durante años. En este caso, el libro, también es una denuncia que se hace sobre la poca importancia que se le da a la educación.  Otra vez, Boxer, quien deseaba jubilarse para terminar de aprender el abecedario, es ignorado en su deseo. Confabulan en este mundillo, personajes serviles como el cuervo Moses, quien representa a la iglesia y les habla a los campesinos de un mundo mejor más allá de este. El cerdo Squealer, lugarteniente de Napoleón, quien representa al ministro de propaganda, quien es el encargado de llevar las malas noticias, el encargado de explicarlas, y, a través de ello, convencer al pueblo de que lo que Napoleón (Stalin) ha decidido es lo mejor.
Una de las secuencias más desgarradoras se desarrolla en el final de la historia, cuando Napoleón infringe sus propias reglas. Lo que sucede es que las medidas que se toman solo sirven de pantalla para tratar de crear la burbuja de un mundo mejor. Leyes como ningún animal matará a otro, una vez que empiezan los asesinatos masivos, es reemplazada por ningún animal matará a otro sin motivo, lo que permite justificar hechos crueles cometidos por Stalin. Lo que buscaba la revolución era generar una identidad en los animales a partir de su sufrimiento común. Lo que empezó como una lucha por liberarse de la opresión y los abusos de los seres humanos, se transformó en algo peor. El resultado de su propia lucha fue transformada en un suplicio que el pueblo tuvo que pagar. La promesa de ser diferentes a sus antiguos opresores solo fue la excusa que le permitió a la clase dirigencial hacerse de una fuerza enorme que les facilitó la conquista del poder. Pero todo fue mentira. Esto se comprueba al final, cuando muchos de los personajes que representan al pueblo, deciden espiar a la cúpula de poder. Se quedan sorprendidos a comprobar que no había diferencia entre los humanos y los cerdos.
George Orwell, con esta obra, logró entregarle a las personas, un material que les permitiría reflexionar sobre la importancia de aprender a tomar decisiones en torno a situaciones que implican de manera explícita el abuso y la crueldad. El libro cierra con la sorpresa de los personajes oprimidos que, resignados,  solo atinan a quedarse allí, mirando y sin tomar decisiones.